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EL JUGUETE DE LOS DIOSES

Una disquisición sobre la inteligencia artificial


“Si el juguete es grande, más nos vale ser lo suficientemente inteligentes para usarlo”: así respondió el tan célebre como controvertido psicólogo canadiense, Jordan Peterson, cuando le preguntaron qué pensaba de la inteligencia artificial. Para Peterson, el problema no radica tanto en el juguete (o herramienta), sino en cómo y para qué lo usamos.  

Mientras la inteligencia artificial se instala como “trending topic” en redes sociales, mesas de café y recintos académicos, allende a las diversas especulaciones, la mayoría seguimos inmersos en el trajín de nuestra cotidianidad, haciendo uso de las herramientas que nos hacen más fácil la vida y sin pensarlo demasiado. Las ideas, por más convincentes o razonables que sean, no siempre tienen, per se, la fuerza suficiente para animar a nuestro comportamiento.  Por eso los antiguos filósofos griegos enseñaban que la sabiduría no consiste solamente en saber sino, además, en actuar conforme a lo que sabemos. Y a este reto -para nada fácil, por cierto- nos remite la respuesta de Peterson. Porque, más allá de los diferentes argumentos respecto a sus posibles beneficios y maleficios, la inteligencia artificial ya hace tiempo que se impone con su irresistible poder seductor, desafiando al tacto comedido de nuestra razón. Al fin y al cabo, y a pesar de las enormes conquistas científicas y culturales, seguimos lidiando con los mismos conflictos que tenían los padres de nuestra civilización hace 25.000 años.  Con el objetivo de vencer las “debilidades” (sí, paradójicamente, nuestras humanas debilidades pueden ser muy pujantes) que nos impiden actuar conforme a los dictados de nuestra conciencia, los antiguos griegos practicaban “ejercicios espirituales” para fortalecer su voluntad y modelar su carácter. Estos ejercicios involucraban a la totalidad psíquica del individuo, esto es; al pensamiento, tanto como a la imaginación y el sentimiento. El perfeccionamiento del modo de ser, ver y estar en el mundo era considerado el requisito sine qua non para el goce de una existencia basada en la libertad del auto-dominio o determinación, a la cual denominaban “vida buena”. Y, aunque esencial, los propios filósofos sabían que la contemplación o deliberación intelectual -por sí sola- era insuficiente para la conquista de la sabiduría. Nuestra existencia no acontece dentro de una torre de marfil, sino en medio de una realidad en la cual suceden cosas (algunas veces totalmente imprevistas) frente a las cuales debemos tomar decisiones y actuar. Y el grado de coincidencia entre lo que sabemos y cómo actuamos depende del poder de nuestra voluntad para contrarrestar nuestra “humana, demasiado humana” tendencia a vernos arrastrados por el miedo, la desidia y la satisfacción del placer inmediato. Y cuánto más atractivo el juguete, más vehemente la tendencia. Por eso la advertencia de Peterson es resulta tan pertinente: si vamos a jugar con la IA, más nos vale ser los suficientemente inteligentes (o sabios) como para no convertirnos en sus esclavos. 

La palabra inteligencia proviene del latín intelligentia, y alude a la “cualidad del que sabe escoger entre varias opciones”. Inteligente es quien posee la capacidad de distinguir y evaluar las distintas opciones que posee, para elegir la más adecuada o correcta.  Esto presupone la aptitud para distinguir entre el bien y el mal que nos habilita formular juicios de valor. Así, desde el punto de vista etimológico, la inteligencia no se reduce a la capacidad de procesar datos y realizar cálculos estratégicos con el objetivo de obtener resultados útiles o eficaces. En efecto, sólo es inteligente quien tiene la capacidad para reconocer que la utilidad -como bien en sí- es una opción o posibilidad entre muchas otras. Y cuestionarse si, a veces, lo inútil o superfluo no puede ser, acaso, la mejor opción.  

La inteligencia es, así, una cualidad ética. Y, como tal, solo puede ser poseída por seres que gozan de libre albedrío. No es inteligente quien solo responde o reacciona irreflexiva y mecánicamente a las órdenes o demandas recibidas. La inteligencia requiere de la libertad o posibilidad de poner en tela de juicio el saber (o input) inculcado, y esto pone en entredicho a la denominación misma de la así llamada “inteligencia artificial”. ¿Es realmente inteligente el sistema operativo que responde a nuestras demandas a través del chatGPT? 

 “La inteligencia artificial, en sí, no tiene la capacidad de elegir de la misma manera que los seres humanos. La IA es programada para tomar decisiones basadas en algoritmos y modelos de aprendizaje, pero esas decisiones están determinadas por los datos con los que se le haya entrenado y los parámetros establecidos por los desarrolladores. La IA no posee un libre albedrío o una verdadera capacidad de elección como tenemos los seres humanos”. Esta fue la respuesta que obtuve del chatGPT después de preguntarle si la inteligencia artificial tenia la capacidad de elegir entre distintas posibilidades. 


La “inteligencia” de la IA depende de su programación: los sistemas que la detentan pueden almacenar y procesar datos a una velocidad inmensamente superior a la nuestra. Y su existencia es una evidencia más de la capacidad del ser humano para crear mecanismos capaces de emular -y superar- algunas de sus propias habilidades cognitivas y funcionales. Desde la invención de la rueda, la calculadora y los ordenadores portátiles, los humanos nos hemos valido de nuestras destrezas para crear artefactos y mecanismos que contribuyan a mejorar nuestra calidad de vida. Pero esta contribución depende del uso que nosotros mismos les damos. Porque, al final, allende a la genialidad o funcionalidad de los artefactos y mecanismos que podamos inventar o crear, la última palabra la tenemos nosotros siempre. Y esto significa que cargamos con el peso de una gran responsabilidad. 

Aunque logramos idear y fabricar ordenadores portátiles, smartphones, robots con inteligencia artificial y hasta cyborgs, todavía no podemos crear a una mujer como Eva, capaz de dudar y rebelarse contra la ley y orden programado. A diferencia de Dios en el relato del génesis bíblico, los seres humanos no poseemos la capacidad para crear seres con libre albedrío. Las máquinas no toman decisiones, somos nosotros los que las tomamos. Por eso, es absurdo temerle al poder destructor de la IA porque este no existe. Pero sí tenemos sobradas razones para inquietarnos ante el cuantioso poder que esta herramienta nos confiere, y por el enorme compromiso que asumimos al decidir cómo usarla. Así, más nos vale asumir la responsabilidad que nos toca para no encontrarnos, al final de toda esta historia, como niños carentes de todo sentido ético lidiando con un juguete propio de dioses. 



Lic. Magdalena Reyes Puig

licmreyespuig@gmail.com

@magdalenareyespuig



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