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7 DE DICIEMBRE DE 1970

Por Pablo Concari


Las posibilidades de éxito eran nulas. A la una de la mañana, tener que ir a verlo a un bar de mala muerte en la Avda Argentina en La Floresta, uno de cuatro hermanos entre quienes se dividían los beneficios, el cariño y los elogios.

Pero hice el intento. Le pedí a mi padre para ir a ver la pelea entre Ringo Bonavena y Cassisus Clay esa noche.

Y a que hora es, me preguntó. A la una contesté. 

Frunció el seño como mostrando disconformidad y el milagro sucedió.

-Está bien, acostáte temprano que yo te despierto y vamos.

A las diez estaba en la cama pero no dormí, me quedé esperando la hora que un reloj ruidoso me mostraba desde la mesita de luz.

Cuando llegó la hora se abrió la puerta del cuarto, me dijo “dále” y a los pocos minutos estábamos en la calle caminando hacia el bar. No hablamos en el camino.

Al llegar, varios parroquianos ya estaban instalados en su mesa. Nos sentamos en unas sillas de lata. Mi padre pidió un whisky y una coca para mí. La pelea estaba por empezar y la gente hacía comentarios y pronósticos. Yo me sentía como uno más en ese mundo de adultos y recibía miradas cómplices y de simpatía. Mi padre tendría el mismo orgullo que yo, de estar ahí con su hijo varón, en comunión.

 Era el primer verano que comenzaba sin mi madre presente. La casa se había inundado de tristeza y en el aire sobrevolaba esa congoja. No hablábamos de su ausencia, rumiábamos el dolor, aún flotaba en el ambiente su voz, sus pasos, su espíritu. Su nombre entró en un lugar prohibido, a una ausencia obligada, a un espacio lejano y doloroso que nadie quería traer. La estrategia nos permitió sobrevivir y salir adelante. A mi padre no.

Al comienzo de la pelea Ringo fue al frente desde el primer minuto, guapeó y pegó, tiró sus ganchos de izquierda que inquietaron al gran Cassius pero no más que eso. El negro se movió de un lado a otro y lo martirizaba con sus jabs y combinaciones. Yo sabía que era imposible pero admiraba a Ringo Bonavena y quería que ganara. Quería el milagro, soñaba con esa posibilidad. Como había soñado con la otra, la más importante, con que la realidad no fuera la que era.

Los parroquianos gritaban e insultaban, festejaban los golpes que llegaban a destino, estaban a favor de Cassius Clay. Siento cierto desprecio por ellos, me dan también un poco de miedo pero me siento protegido por mi padre. El sigue callado, mira la pelea pero tiene la mirada perdida. Yo tiemblo de los nervios, me pongo de costado como para tirar golpes, le agarro el brazo pero no se mueve.

En el noveno round Ringo está cansado, es el round que Clay dijo que lo iba a noquear. Pero Ringo va con todo y yo rezaba para que lo tirara al negro, por favor señor que lo tire que lo tire. Y entonces llega un gancho de izquierda y el negro va al piso y yo salto de la silla y se me llenan los ojos de lágrimas ¡vamos! grito y abrazo a mi padre y creo -en mi inocencia- que los milagros existen, que todo es posible, que mi mayor anhelo es posible.

No hubo golpe, fue resbalón señala con sus manos el juez.  Pero que dice este tipo, claro que hubo golpe, varios parroquianos insultan. Y yo pensé en ese momento en la madre de Ringo allá en Argentina, pensé que estaría contenta y pensé que también rezaría para protegerlo.

Así llegamos al quince, La pelea está perdida pero Ringo no se entrega, va al frente igual con coraje. Lo admiro. Tira sus golpes como un toro ciego, volea sus piñas y recibe más de los que da, sus piernas empiezan a flaquear. El negro no se apiada. Ringo no pide tregua. Una derecha cruzada lo manda a la lona. Hace un esfuerzo por levantarse, lo logra luego de que el juez le haga la cuenta, le limpia los guantes, le habla algo, él contesta en forma automática. Va de nuevo al frente y ahora sí, uno, dos golpes y lo mandan a la lona para no levantarse más. El negro levanta los brazos, triunfador.

Yo quiero llorar. Mi padre frunce los labios como diciendo que macana. Los parroquianos se ríen, algunos festejan, dicen groserías, se paran y van al mostrador a seguir tomando. Mi padre paga la cuenta y salimos.

Nos volvimos caminando por unas calles largas y oscuras que cada tanto se interrumpían con un foco de luz en donde rebotaban cascarudos negros que tapizaban el pavimento.

Íbamos en silencio, compartiendo la tristeza. Ringo había perdido, era tarde, estábamos cansados. EL milagro no se había dado. Creo que juntos esperamos otros milagros que tampoco se nos dieron. Recuerdo tener un nudo en la garganta. Le agarré la mano y me la apretó, sentí todo el cariño, todo el dolor, toda la tristeza y la desesperanza que un hombre puede transmitir. Pensé que a partir de ese momento nada iba a ser igual, que la realidad era una y que no había escape.

Caminamos un rato y yo sentía su mano gigante que agarraba la mía y me sentía seguro.

Estuvo buena ¿no? -me dijo

Sí, pero yo quería que ganara Bonavena.

Soltó mi mano para acariciarme la cabeza como consolándome. Y yo no aguantaba las ganas de llorar, y la tristeza me recorría el cuerpo que temblaba y hubiera querido gritar y preguntar porqué y que va a pasar ahora que mamá no está y donde estaba dios y como sigue esto. Pero me aguanté porque pensé que él estaría igual que yo. Nuestros pasos retumbaban en esa noche oscura y sola.

Llegamos a casa y entramos en silencio.

¿Puedo acostarme sin lavar los dientes?

Sí hijo, buenas noches.

Caminé por el corredor hacia mi cuarto, abrí la puerta, giré la cabeza para mirar a mi padre que, ya de espaldas, entraba en el suyo cerrando la puerta.

Te quiero mucho papá- le grité.

Yo también hijo- dijo una voz ahogada desde dentro de un cuarto en penumbras.


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