Ahora cerrado

Shop
Sale
Inicio
Locales
Colectivos
+
Magazine
+
Novedades Siempre
Programas de Afinidad
Estacionamiento
Nosotros
Servicios
imagen

Encuentro cercano de tercer tipo

Por Ma del Carmen Guecaimburu 


No sé cómo sucedió, pero las imágenes fueron tan claras que aún las recuerdo con nitidez. Yo estaba con mamá a la orilla de un río subterráneo, del tipo de los de la Riviera Maya en México. Nunca supe cómo habíamos llegado ahí, ni dónde estaba antes ni qué hicimos después. Fue un episodio aislado, sin antes ni después. Una discontinuidad en mi historia. Estábamos sentadas una en frente de la otra en un pequeño recoveco que dejaba una de las curvas del río.  Todo lo que nos rodeaba era piedra y agua.  Un agua turquesa que se reflejaba en las piedras creando ondas movedizas y bastante hipnóticas. Como techo teníamos una roca que nos separaba de la superficie. Era un lugar fresco y agradable. Se respiraba paz, aunque pudiera parecer inquietante, porque, no sé cómo, podíamos ver todo lo que sucedía en la superficie. Mi padre y mis hermanos jugaban en una playa al aire libre, alegres y confiados en la sucesión del tiempo, pero en el lugar donde estábamos con mamá, no había tiempo ni sonido. El silencio era total. Aun así, sabía lo que mamá me quería decir, sin necesidad de que emitiera ni una palabra. No sé si podré trasmitirlo. Entendía que ella quería contarme un secreto, algo que sólo yo necesitaba saber, o ella necesitaba que solo yo supiera, no lo sé. Pero para mí fue todo un descubrimiento, aunque una vez que lo entendí, resultó tan claro que no podía creer que no me hubiera dado cuenta antes. El mensaje que deduje decía algo así: “Mi reino, María del Carmen, es de otro mundo”. Yo me quedé con la idea de que eso era lo que habría dicho, aunque sabía que esas, a excepción de mi nombre, eran palabras de Cristo. Pero tenía trece años por entonces, y no interpreté el mensaje como si mamá fuera el nuevo mesías. Lo que creí entender fue que mamá era una extraterrestre. 


No es extraño que se me ocurriera eso. Mamá leía mucho y todo libro que a ella le gustaba me lo pasaba. No importaba la edad que yo tuviera y si era apto para mí o no. Nunca me censuró ninguno, al contrario, quería que los leyera rápido para comentarlos conmigo. Por esa época se nos había dado por leer Ray Bradbury, en particular todavía rondaban en mi cabeza los cuentos de Crónicas marcianas y El país de octubre. Y mientras los leía me sentía transportada a otras galaxias. Es más, ese año la profesora de idioma español nos había leído un cuento de Ray Bradbury, pero lo había dejado por la mitad y como ejercicio de redacción pidió que cada uno lo terminara. Yo estaba tan imbuida y compenetrada con el tema que la profesora quedó asombrada porque había sido capaz de meterme en el cuento y hacerlo mío. 

 Ese año nos habíamos mudado a Buenos Aires. Eran épocas difíciles para mí. Me iba bien en el colegio, lo que me daba cierto crédito ante mis compañeros, pero aun así se reían de mí porque tenía las piernas peludas. Por eso y porque llevaba el pelo recogido en un moño para dominar mis motas. Para mi desgracia la moda era la minifalda y el pelo lacio. Además, había tenido que aprender los códigos de lenguaje, vestimenta y comportamiento que eran aceptados por aquellos chicos de clase media alta que, en grupo, resultaban muy crueles. Mirar telenovelas era mersa, escuchar música popular era mersa, ser peronista era de super super mersa, vestir determinados colores, usar ropa fuera de moda, marcar mucho las eses al hablar, la lista era infinita. Tanto tenía que aprender para actuar acorde con esas nuevas normas, que por momentos tenía la impresión de tener los ojos saltones y muy abiertos y antenas que sustituían las orejas, y mi cerebro, todo a la vista, como una masa gris amarronada, para que nada se interpusiera y así poder captar todo lo que me rodeaba. La imagen era tan fuerte que corría al baño a mirarme al espejo y comprobar que mis ojos seguían siendo pequeños y se hundían atrás de párpados caídos, y mis orejas y, sobre todo, mi cerebro no podían verse porque, como ya expliqué, estaban cubiertos por una maraña de pelo. Ahora que lo pienso, todo resultaba muy lógico. Tal vez lo que yo imaginaba era lo verdadero, solo que estaba camuflada para pasar lo más desapercibida posible. Si mamá era una extraterrestre yo debía tener algo también que no cerraba del todo con este mundo. Podía aparentar, ser lo que no era, pero me costaba mucho encajar. Me sentía como una pieza de puzzle mal puesta. 

Mis compañeras salían de compras con sus madres y después tomaban el té. Yo, sin embargo, en casa, tenía a mamá, a la que ninguno de esos temas le interesaba. Para reforzar mi teoría sobre sus orígenes, mamá a veces parecía estar en otro mundo. Iba al supermercado y volvía caminando, cargada con las bolsas, porque se había olvidado de que había ido en auto. Pero además, no salía nunca a comprar ropa, ni siquiera para ella. Papá viajaba mucho por trabajo, y era él el encargado de vestirnos a todos. Nos traía la ropa de donde fuera. Desde que nos habíamos mudado a Buenos Aires, mi padre viajaba doscientos días en el año, por lo que además de tener que adaptarnos a un nuevo país, colegio y amigos, tuvimos que acostumbrarnos a sus ausencias. Para mi madre debió ser más difícil aún. Debía extrañar a mis abuelos. En Montevideo vivíamos a tres cuadras de la casa de ellos y le daban una buena mano con todos nosotros. No era fácil lidiar con seis niños, y yo era la mayor. Ella también había dejado vecinos y amigos, pero con la diferencia de que en su nuevo destino no tenía manera de conocer gente nueva. En el barrio donde vivíamos nadie salía a la vereda a charlar, creo que nunca les vimos la cara a nuestros vecinos. Tampoco había instancias en las que pudieran conocer a las familias de nuestros compañeros. Los únicos contactos que mis padres mantenían eran las otras parejas que la empresa donde trabajaba papá había mudado a Buenos Aires. Era un grupo de latinoamericanos que se sentían tan perdidos en la nueva ciudad como mis padres. Hacían fiestas donde corría mucho alcohol y bailaban. Pero no resultaban el tipo de compañía que mamá necesitaba. A veces se quejaba de que tenía que andar sacándose de encima a alguno que se había pasado de copas y la arrinconaba intentando echarle mano. Si a eso le sumaba que probablemente este no fuera su planeta, pobre mamá, cada día que pasaba se mostraba más distraída y ajena a lo que la rodeaba. Estaba desbordada, eso pensaba yo, que trataba de no contarle lo que vivía en el colegio, para no abrumarla más. Era el tipo de madre que no se preocupa demasiado por cómo se visten o comen sus hijos, pero cuidado con que supiera que algo o alguien nos hiciera sentir infelices. 

En casa la comida no se tiraba, nos vestíamos con lo que teníamos y no era de recibo que no nos gustara o no estuviera de moda. Yo temblaba cuando mamá me decía que mi abuela me estaba tejiendo un pantalón de lana. Ya me lo imaginaba de color gris y pegado al cuerpo cuando no se admitía otra cosa que los pantalones Oxford coloridos. La cuestión, según mis padres, era que no tendría que importarnos lo que el resto del mundo opinaba. Querían tener hijos de carácter fuerte que no se intimidaran por la opinión de los demás. 

Con mamá también compartíamos el amor por los idiomas latinos y la aversión por el inglés. En mi nuevo colegio, en secundaria, teníamos italiano (para los que no venían de la primaria con el alemán), francés, inglés y latín. Los momentos en que mamá se conectaba mejor conmigo era cuando me ayudaba con los exámenes de italiano y francés. Jugábamos a encontrar las raíces en común de las palabras y yo me divertía cuando me enseñaba cómo pronunciar las dobles consonantes del italiano, o la e abierta y la u de boquita en pico del francés. Me las exageraba y yo la imitaba, y sin ninguna vergüenza repetía toda la gestualidad para el deleite de Arianne, la belga, profesora de francés y Giordano, el de italiano, que me amaba porque a mí era a la única de la clase que le gustaba el italiano. También nos encantaban las declinaciones del latín y las conjugaciones verbales en todos los tiempos, pero, sobre todo, ¡cómo nos gustaban los verbos irregulares! Los que se salían de lo esperado. En el colegio a nadie le interesaban los idiomas, que, a excepción del latín, eran materias extracurriculares. Tampoco demostraban demasiado interés por nada de lo que el colegio les daba. Pero sí parecía interesarles Esther, la profesora de latín, que también era la directora de la secundaria y la amante del dueño del colegio. En los recreos armaban dos filas contra las paredes para hacer el famoso manteo, que consistía básicamente en golpear a los que pasaban entre medio. Siempre había un buen motivo para hacerlo: si alguien cumplía años, si quedaba pendiente una venganza, o si, simplemente, eras el pobre desgraciado de costumbre que merecía el castigo sólo por no saber defenderse. Pero todos se formaban cuando la que pasaba era Esther. Tenía un paso fuerte, la adivinábamos antes de verla por el ruido de su taconeo. Cuando llegaba nos decía un firme “Buen día” y todos respondíamos. Pero, a medida que nos iba dando la espalda, la fila se distendía y los varones sonreían pícaros, mientras miraban el fabuloso bamboleo de sus caderas. Yo, sin embargo, le miraba el pelo. Le caía lacio y espeso, casi hasta la diminuta cintura, y se movía al mismo ritmo que sus caderas. Yo soñaba con tener un pelo que se moviera. Porque por más que zarandeara mi cabeza hasta casi desnucarme, mi pelo se mantenía unido y rígido. Y por supuesto, tampoco caía para ningún lado; crecía para arriba. A lo sumo, cuando estaba muy largo, lo hacía hacia los costados para luego caer en forma de pirámide. Por eso me lo ataba en un moño, que no requería horquillas, bastaba con que le hiciera un nudo y ahí quedaba. A mí no me hacían manteo, pero sí intentaban deshacerme el moño para develar el misterio que ocultaba. Los fines de semana, si tenía algún baile o reunión, me lavaba el pelo el día anterior, y dormía y pasaba el día siguiente, hasta la hora que tuviera que salir, de torniquete. Y nunca quedaba totalmente seco, por lo que al poco rato volvía a mostrar su rebeldía.  Llegué a no querer ir a ninguna reunión por mi pelo. Pero nunca se lo conté a mi madre. 

Un día entró a mi cuarto y me dijo:

–Aprontate que vamos a salir. 

Pensé que iríamos al super o a la casa mayorista donde compraba los útiles del colegio y las galletitas Tita que llevábamos a veces de merienda. Pero para mi sorpresa, paramos frente a una peluquería. Entramos, mamá me deshizo el moño y le dijo a la peluquera:

–Por favor, haga algo con el pelo de mi hija. No puedo verla sufrir más.

Salí de ahí con lo que más deseaba en mi vida: un pelo dócil, que se movía cuando yo quería. No hacía más que correr y saltar para comprobar que no estaba soñando. 

Al día siguiente fui la sensación del colegio. Venían de otras clases a verme. Pero todo había cambiado. Era como si me vieran por primera vez. Como si no hubiera existido hasta ese día. Si tuviera que decir cuál fue el momento en que dejé de ser niña para convertirme en adolescente no elegiría el día que empecé a usar sutién o el que me desarrollé. Sin duda fue ese el momento. Pero lo que más me asombraba era que mi madre, la que despreciaba lo trivial, la que pensaba que yo era bella con cualquier tipo de pelo, la que para encontrarse conmigo en contacto profundo había elegido una cueva por debajo de la superficie, se diera cuenta de que también era importante que yo pudiera encajar en el mundo.


El tiempo pasó, aprendí a controlar mis motas, y muchas otras cosas. Y soy una experta en el arte de aparentar, fui adaptándome, muchas veces a los tumbos, a vivir en donde estuviera y como fuera. Abandoné la adolescencia, me casé, soy madre y abuela y no volví a recordar aquel encuentro extraño y mis locas teorías sobre los orígenes de mamá hasta este año en que murió. No ascendió a los cielos como Jesús, no voló con las sábanas que estaba tendiendo como Remedios, la bella. No, murió como cualquier humano. Ya con sus años y de cáncer. La acompañamos todo lo que pudimos, durante el padecimiento de su enfermedad nunca lloró y aun en sus peores momentos me pedía que le contara cómo estaba. Y yo entendía lo que me preguntaba, quería saber de mis padecimientos y felicidades profundas.

Pero hace poco, de pronto, y como la primera vez, sin saber cómo había llegado ahí, me volví a encontrar con mamá en el mismo lugar. También fue sin palabras. Yo quería decirle que aún la extrañaba pero que no se preocupara por mí, que iba a estar bien. Aunque era innecesario; ella sabía todo. Esta vez yo estaba más preparada para el encuentro y traté de fijarme en detalles. Mamá seguía teniendo cuerpo, eso era un dato llamativo, teniendo en cuenta que hacía más de seis meses que había muerto. Tampoco se había convertido en una pompa de jabón, donde lo único importante era la esencia, un espíritu elevado que podía prescindir del cuerpo. Tenía cinco dedos en cada mano, los brazos de un largo normal, y la cabeza redondita, sin ningún tipo de deformación, no se parecía en nada a las momias extraterrestres aparecidas en Nazca. Esta vez no me trasmitió ningún mensaje que pudiera ser revelador para la humanidad, lo que hizo fue darme uno que sólo tenía sentido para mí: conjugó en mi cabeza, con su voz, el verbo être en presente del indicativo. Lo importante era “ser en el presente”, eso fue lo que deduje después. Porque, además, para completar lo extraño de la situación, ella tenía una edad indefinida, como si su imagen fuera la de todos los tiempos, y no era que cambiara a cada instante de apariencia. No, yo podía verla completa, con todas sus facetas de cada época. No sé cómo lucía yo, pero también me sentía íntegra. Nada faltaba en ese momento, todo estaba ahí.  Papá seguía jugando con mis hermanos en la playa sobre nuestras cabezas, pero ahí el tiempo transcurría vertiginosamente, en cámara rápida, mientras que en el inframundo donde estábamos con mamá el tiempo nuevamente estaba detenido. No había ninguna prisa. No sé cuánto duró, es una discontinuidad en mi vida. No puedo determinar qué sucedió antes ni después. 

Sólo sé que por esa época hubo una serie de avistamientos de ovnis en muchas partes del planeta. Todos los medios de prensa daban la noticia, y las redes explotaron con fotos de las naves y relatos de experiencias de eventos inexplicables.

En un programa de televisión se volvió a hablar de las abducciones. Un hombre hacía un recuento de muchas, y lo que tenían en común entre ellas. Las personas secuestradas por extraterrestres cuentan cosas bastante similares, hablan de naves y del mismo prototipo de seres extraños, todos parecidos a ET. Ninguna  experiencia se parece a la que tuve con mamá. Durante algunos instantes pensé que tal vez podría llevar mi historia a la N.A.S.A. pero en seguida desestimé la idea. Me iban a someter a pruebas psiquiátricas, psicológicas y de cualquier otro tipo. Pondrían en duda mi relato. No me creerían, porque, al fin y al cabo, ninguno de ellos conoció a mi madre como yo. Sólo ella es capaz de provocar toda esta movida interestelar, y por apenas un motivo que no tiene importancia para nadie más que para nosotras: pasar un rato de eternidad juntas.


*María del Carmen Guecaimburu (Montevideo 1958), es ingeniera y escritora.

Ganó el primer premio del concurso de Narradores Banda Oriental 2018 con su libro Raras.


© Copyright, 2024 Montevideo Shopping
×
Aceptar
×
Seguir comprando
Ver carrito
0 item(s) agregado tu carrito
MUTMA
Continuar
CHECKOUT
×
Se va a agregar 1 ítem a tu carrito
¿Es para un colectivo?
No
Aceptar